By Peter Wright (translation by Andres Bolaños)
En 1991, Naomi Wolf escribió El Mito de la Belleza [The Beauty Myth] en el que afirma que las mujeres son oprimidas por la presión cultural de ser hermosas. Lo que le falto decirnos es dónde se originó este hábito, y cómo se utiliza esencialmente para ganar poder sobre el sexo masculino.
En los seres humanos, diferentes compulsiones y deseos están en conflicto entre sí, cada uno atropellando a los otros por lograr la supremacía momentánea en la que un imperativo usurpa los derechos del otro. Dicho juego ha alcanzado un punto muerto durante los últimos 800 años porque, durante ese periodo de tiempo relativamente corto, la cultura humana ha enfocado su apoyo a desarrollar, intensificar e imponer el uso de prácticas dudosas en el ámbito sexual, hasta el punto en el que nuestras compulsiones sexuales parecen infladas con esteroides y llevadas hasta extremos nunca antes vistos en la sociedad humana (a pesar de los mitos sobre difundidas orgías romanas). La obsesión con la belleza de las formas femeninas son parte importante del problema.
Si viviéramos en la Antigua Grecia, Roma o en cualquier otro sitio, veríamos al coito como a cualquier otra función corporal, parecida al comer, defecar o dormir –una función corporal básica sin toda la publicidad que se le hace. Sin embargo, después de la Edad Media, se convirtió en un producto que se podía explotar y con el que se podía negociar, y el culto del romance sexualizado que surgió de él resultó en una frustración de nuestras necesidades de apego más básicas –una frustración instigada y secundada por las instituciones sociales que colocaban la manipulación sexual en el centro de las interacciones humanas. Este desarrollo atrincheró una nueva creencia según la cual la belleza era una posesión original de las mujeres, y solamente de ellas, y que en cambio el deseo de poseer esa belleza pertenecía sólo a los hombres, creando así una división entre los sexos que perdura hoy en día.
Comparemos esta división con las creencias de otras culturas –India, Roma, Grecia, etc. – y veremos un fuerte contraste, en el que las culturas clásicas asignaban la belleza equitativamente a los hombres y el deseo sexual a las mujeres. En la Antigua Grecia, por ejemplo, los hombres dejaban crecer su cabello y lo peinaban con veneración, untaban aceite de oliva sobre su piel y ponían mucha atención a su atuendo –los colores de la toga, los materiales con los que estaba hecha, la manera como envolvía el cuerpo –y tal vez no hay cultura moderna sobre la Tierra en la que la belleza masculina era celebrada de manera más asombrosa en las artes que la Griega.
Otro ejemplo viene del Cantar de Salomón, en el que la apreciación de la belleza y su añoranza fluía en ambas direcciones entre el hombre y las mujeres, mientras que en el amor romántico la belleza sólo es atribuida a la mujer, y el deseo sólo al hombre –los papeles están divididos radicalmente. Además, en el Cantar de los Cantares no hay ninguna evidencia del arreglo ginocéntrico; el hombre no aparece como vasallo de las mujeres, quienes son tanto Señores como deidades. Para los amantes del Cantar de los Cantares ya existe un Dios, así que no hay adoración de la mujer como una cuasi-divinidad que puede redimir la patética existencia del hombre –como si sucede en el amor “romántico”.
Según Robert Solomon, el amor romántico requería un cambio dramático en el auto-concepto de las mujeres. Este autor cuenta:
Ellas también fueron liberadas de una identidad que dependía exclusivamente de sus roles sociales, es decir, de sus lazos consanguíneos y legales con los hombres, como hijas, esposas y madres. Fue en este periodo de la historia cristiana en el que la apariencia adquiere una importancia de primer orden, en el que ser hermoso importaba para todo, no sólo como un rasgo atractivo en una hija o en una esposa (que probablemente no contaba para mucho de todas maneras), sino como una señal de carácter, estilo, personalidad. Un buen acicalamiento, en vez de las propiedades, llegó a definir a la mujer individual, y su valor, que ya no dependía de su padre, esposo o hijos, ahora se concentraba en su apariencia. La prima se le otorgaba entonces a la juventud y a la belleza, y aunque algunas mujeres hayan, incluso entonces, condenado este énfasis como injusto, al menos constituía la primera ruptura con una sociedad que, hasta ese momento, dejaba poco espacio para la iniciativa personal o el avance individual. Podríamos decir que el prototipo de la Playmate de Playboy ya había sido creado hace ochocientos años, y no requería, como mucha gente ha defendido recientemente, de las páginas centrales de Hugh Hefner para hacer de la juventud, de la belleza y de una cierta vacuidad virtudes personales altamente estimadas. El problema es el porqué seguimos teniendo dificultades para superar todo esto sin, como lo hicieron algunos Platonistas, despreciar la belleza totalmente –el error opuesto. [1]
Modesta Pozzo escribió un libro en los años de 1500 titulado El Valor de las Mujeres: su Nobleza y Superioridad sobre los Hombres. [The Worth of Women: their Nobility and Superiority to Men]. Esta obra supuestamente registra una conversación entre siete mujeres de la nobleza veneciana que explora casi todos los aspectos de la experiencia femenina. Uno de los temas explorados es el uso de cosméticos y de la ropa por parte de las mujeres para intensificar la belleza, incluyendo la tintura del cabello, para la que hay veintiséis recetas diferentes. La siguiente es la voz de Cornelia, quien explica que el deseo sexual de los hombres hacia las mujeres (y el control que las mujeres tienen sobre ese proceso a través de la belleza) es la única razón por la que los hombres pueden amar:
“Pensando en ello directamente, ¿qué tema podemos encontrar que sea más digno y más adorable que el de la belleza, la gracia y las virtudes de la mujer?… Yo diría que una forma corpórea externa perfectamente compuesta es lo más digno de nuestra estima, puesto que es esta forma externa visible la que se presenta primero ante el ojo y nuestro entendimiento: la vemos e inmediatamente la amamos y la deseamos, empujados por un instinto incrustado en nosotros por la naturaleza. No es debido a que los hombres nos aman que llevan a cabo todas estas demostraciones de amor y de devoción imperecedera, sino porque nos desean. Por lo que en este caso el amor es el retoño, el deseo su progenitor, o, en otras palabras, el amor es el efecto y el deseo es la causa. Y como quitar la causa significa quitar el efecto, eso quiere decir que los hombres nos aman en tanto nos desean, y una vez que el deseo, que es la causa de su amor banal, ha expirado en ellos (ya sea porque han obtenido lo que querían o porque se dieron cuenta de que no pueden obtenerlo), el amor, que es el efecto de esa causa, muere exactamente al mismo tiempo.” [Escrito en 1592]
Lo que me parece más interesante es que, desde la Edad Media, como es evidente en las palabras de Cornelia, hemos mezclado colectivamente el amor masculino con el deseo sexual como si ambos fueran inseparables, y con la habilidad de las mujeres para controlar ese “amor” masculino a través de la hábil cultivación de la belleza. Se podría perdonar que uno rehusara creer que esto es siquiera amor, y que en vez de eso sea la creación de un deseo intenso de satisfacción del placer sexual debido a la atracción hacia la belleza. Al observar detenidamente, se puede ver que el “amor” generado por el sexo no necesariamente lleva a la compatibilidad entre las parejas en un amplio espectro de intereses, y puede ocurrir entre gente que, además de la atracción sexual, son totalmente incompatibles, con casi nada en común, por lo cual la relación a menudo se deteriora tanto cuando empieza a haber ciertos vacíos en el juego sexual.
Esto plantea la idea alternativa del amor basado en compatibilidad, en lo que podemos llamar “amor basado en amistad” que no está basada únicamente en el deseo sexual –de hecho para este tipo de amor el deseo sexual ni siquiera es esencial, aunque a menudo esté presente. El amor basado en la amistad tiene que ver con intereses comunes que la pareja comparte, con encontrar un alma compatible y con conocer a la otra persona en igualdad de condiciones. Sin embargo, apuntarle a un amor basado en amistad quiere decir que las mujeres ya no necesitan manejar los hilos del deseo sexual tal como se practica en la atracción basada en la belleza, lo que en últimas libera a hombres y mujeres para encontrarse como iguales en poderes y, con suerte, encontrar mucho en común para poder sostener una relación duradera.
[1] Robert Solomon, Love: Emotion, Myth, Metaphor, 1990 (p.62)
[2] Modesta Pozzo, The Worth of Women: their Nobility and Superiority to Men, 2007
[3] Nancy Firday, The Power of Beauty